[Crónicas] Cuerpos alertas, trabajos anclados: la reintegración laboral en Colombia. Del campo a la ciudad (Parte II)
Habituarse es un proceso complejo que requiere más que voluntad: implica tiempo. Los cuerpos urbanos en el contexto laboral, la mayoría de veces, exigen anclaje, mantenernos sentados.
Dijo una vez uno de los negociadores en los diálogos de paz con las FARC que el problema con los guerrilleros no había sido, necesariamente, de índole ideológico. Neoliberales de un lado, marxistas criollos por el otro: ¿qué importaba? Si había voluntad política, los problemas pasaban por otras cosas. La queja de este negociador, más bien, se fundamentó en que los guerrilleros se paraban mucho de la mesa. Y no es que se pararan mucho de la mesa como amenaza para terminar los diálogos; simplemente, estos seres humanos del monte no podían mantenerse sentados mucho tiempo. En esta crónica, me referiré de por qué a un par de desmovilizados de la guerrilla se les dificultaba, y les sigue siendo difícil, aprender a sentarse.
Lo primero que pensó Óscar cuando se firmó el acuerdo que puso fin al conflicto con las FARC, era en qué iba a trabajar. Nació en el pacífico nariñense a mediados de los ochenta, e ingresó a la guerrilla a los 15 años, motivado por el poder que le otorgarían las armas: su representación simbólica. Antes de ingresar, Óscar, que nunca fue al colegio, le ayudaba a su padre en labores varias del campo nariñense: en tierra firme a cultivar y en mar abierto a pescar. Ya en la guerrilla su labor consistía en hacer parte de la seguridad privada del comandante del Frente del que hacía parte. ¿Qué hacer, entonces, en el contexto de una ciudad? Oscar veía día a día a su comandante manejando un portátil en medio de la selva, por eso le comenzó a llamar mucho la atención qué sería trabajar en eso que él llamaba “computación”.
María, por su parte, no hacía sino pensar, cuando se firmó el fin referido acuerdo, cómo sería ver por primera vez una película en una sala de cine. Nació en el norte del Cauca a mediados de los noventa, e ingresó a la guerrilla a los 12 años, para alejarse de todos los abusos a los que estaba sometida en su casa. Antes de ingresar, María, que fue al colegio hasta sexto de bachillerato, solo hacía oficio en su casa. Dado que su madre murió cuando apenas tenía 7 años, como lo dicta la absurda división sexual del trabajo, a esta joven le “tocó” cuidar a sus dos hermanos menores, preparar comida, limpiar, etc.
Su padre, “el puerco”, decía María, “no hacía sino rascarse la barriga todo el día”. Ya en la guerrilla era la mano “izquierda” del comandante de su Frente y su labor consistía en tramitar e intermediar las demandas de los guerrilleros, preparar algunas veces la formación mañanera y asegurar el perímetro. Fue en esa interacción cercana con el comandante que María logró tener acceso a un portátil, en el que a través de su pequeña pantalla, una que otra vez solo podía ver fragmentos de películas que los milicianos le hacían el favor de entregarle: había que estar alerta. En esos años de fragmentos, María siempre soñó con ver una película completa en una sala de cine: en la pantalla grande.
Ambos, Óscar y María, tuvieron trayectorias similares en la selva. Ambos ingresaron muy jóvenes a la guerrilla cuando apenas comenzaban a conocer el mundo. Su mundo, luego de ingresar a la guerrilla, verde y lleno de mosquitos, nunca fue anclado. A ellos les tocó la guerra de guerrillas. A ellos les tocó moverse de verde a verde, de río a río, de montaña a montaña. Andar y andar, recorrer y recorrer, caminar y caminar. Los cambuches no eran su casa; su casa era la selva en sí misma. Su rutina era la doctrina militar guerrillera. Su fusil era su “caballito de batallas” que no dejaban ni para dormir, ni para ir baño, ni para comer: su fusil era su cuerpo también. No había mayor costumbre en estos jóvenes que el hábito de estar alertas. Sus cuerpos son, más que nada, cuerpos alertas, cuerpos que no descansan, que no duermen; son cuerpos vigilantes que no se sientan.
Según las políticas de la agencia encargada de la reintegración de los desmovilizados, ambos, Óscar y María, comenzarían su proceso en Cali. Ninguno de los dos había pisado “tierra urbana”; su vida entera se había movido en cascos rurales y en selva plena. Para ambos, Cali era un imaginario de salsa, mujeres que son como las flores, feria y champús. El ruido de los buses y los carros les era ajeno; sus oídos estaban acostumbrados al son de los pájaros, las bombas y las balas. El clima caluroso y el sol inclemente a poca sombra les daba bastante duro; en la selva los árboles eran sus mejores aliados. El paisaje urbano, lleno de estímulos, era curioso ante sus ojos acostumbrados al verde. La comida, ¡ay que rico sabe la comida encima de un plato! Todo era nuevo, todo era raro. Cruzar una calle, por ejemplo, era un lío. ¿Cómo medir la velocidad de los carros? ¿Cómo tener la certeza de que se puede cruzar? Óscar y María tardaban varios minutos. Los tiempos del cuerpo urbano son otros.
Para estos jóvenes en proceso de construcción-habituación urbana, todo lo anterior representó una serie de retos significativos. Óscar, por ejemplo, no pudo “pegar el ojo” sino hasta medio año después de llegar a Cali. En esas noches en vela se la pasaba pensado en su familia y en la vecina esa que tanto le gustaba. A María le costó mucho trabajo pedir favores, siempre fue autosuficiente en la guerrilla. Eso de “amigo, por favor esto, por favor lo otro”, bastante complejo la verdad. Una vez, de hecho, María fue a una panadería y se compró unos huevos revueltos. La panadería, bien colombiana, tenía el lavaplatos al alcance de todos para ser usado también como lavamanos. En esas, al terminar de comer, María lavó la loza y se fue, ante la mirada confusa de las personas que estaban cerca.
Pero, más allá de estas situaciones cotidianas complicadas, había algo que todavía hoy enreda a Óscar y María: “esa vaina de sentarse”. María, ese día en la panadería comió parada. Óscar es terco y no se sienta en el transporte público, ni siquiera cuando hay sillas disponibles. Ambos no contemplan ello. En los cursos que les ofreció un instituto de estudios técnicos, era casi una tortura pasar dos o tres horas sentados. Sus constantes idas al baño eran para volver al estado normal de su cuerpo: el de andar, mantenerse en movimiento. Sus cuerpos, en cierto modo, siguen estando alertas.
Al cine con María: el dilema de la primera vez
María tuvo suerte porque tan solo tres semanas después de llegar a Cali, logró conseguir trabajo. Ella estaba convencida de que la iban a discriminar por su pasado, pero la realidad que se encontró fue otra. Si bien el estigma seguía y sigue latente, su empleador valoró, más que nada, su carácter y compromiso para resolver problemas. Gracias a esto y a su experiencia en manejo de grupos, María trabaja administrando un restaurante de “corrientazos” en el centro de la ciudad. Aún ahí, a duras penas, se sienta para almorzar, pues dice que prefiere estar atenta a lo que necesiten los comensales. Pero bueno, a lo que vinimos: la ida a cine. Se me había olvidado decir que María veía esos fragmentos de películas estando parada. Su experiencia con la pantalla era entrecortada; nunca terminó una película.
Al llegar, el olor a crispetas la sorprendió así como la cantidad de gente. No tenía idea de qué película ver, ni cuáles había, ni a qué hora, solo preguntó a la señorita de la taquilla:
- Buenas chica, ¿qué vale el cine?
- ¿Para qué película? ¿General o preferencial?
- No soy de por acá, ¿cómo así?
- Hay varias películas y puede optar por asientos atrás y más cómodos; más adelante son menos cómodos. ¿Desea una película de qué género?
- No, pues una que sea pronto, no importa y que no salga tan cara…
- ¿”Una familia de locos” le parece bien? Es en 20 minutos y le sale a 8 mil en general.
- Bueno, aquí tengo sencilla, tome.
- Esta es la pantalla, azules libres. ¿Aquí le parece bien?
- Sí, bueno.
- Aquí está su tiquete, ¡que la disfrute!
- ¡Gracias!
La magia de la pantalla grande, la dificultad de sentarse
Como era la primera vez, María no podía pasar a secas, compró unas crispetas y se dispuso a ir a la sala. Ya adentro, no fue la oscuridad lo que la sorprendió: al fin y al cabo en sus días de selva tuvo que caminar días enteros en la noche. Fue la pantalla inmensa y la cantidad de sillas aglutinadas lo que la dejó perpleja. Asombrada, y en cierto modo también confundida, logró ubicarse con la ayuda de un trabajador del cine que le señaló con linterna la silla correspondiente. En la hora y media que duró la película, María no se halló. La silla era bastante cómoda, pero su cuerpo no estaba listo. Lo que la mantuvo ahí fue que la película le pareció bastante chistosa y, sobre todo, la pena por incomodar a la gente de su alrededor. Su cuerpo, alerta, le pedía caminar, estar en pie. Por eso, tras esta particular experiencia, María, al fin, pudo superar los fragmentos pasados y completar la película de su vida: su primera vez.
Al trabajo con Óscar: el problema de mantenerse sentado
Óscar tuvo más problemas que María para conseguir trabajo. Contrario a su “camarada”, varias veces lo rechazaron por ser desmovilizado. Muchos empleadores lo trataron de criminal, terrorista, comunista, castrochavista y quién sabe de más cosas. A pesar de haber tomado exitosamente un curso de técnico en computación, conseguir un trabajo como asistente fue una tarea tortuosa. Afortunadamente, para él, seis meses después de desmovilizarse, logró el voto de confianza que tanto estaba buscando cuando una pequeña empresa de velas lo contrató para ser despachador de órdenes de ventas online.
No cabe duda de que para Óscar lo anterior fue una victoria. Pero quedaba todavía un eslabón por resolver. Ya en los cursos del instituto, Óscar resolvió el “problema de la silla” de una forma muy peculiar: habló con los profesores para que cada 30 o 45 minutos lo dejaran pararse y dar una vuelta. Pero una cosa era el instituto que tiende a ser más bien flexible con estos asuntos, y otra muy diferente su nuevo trabajo en donde, además, según él, “no podía dar papaya”. ¿Cómo pedir que le dejaran hacer esto si ya había sido suficientemente complicado conseguir el trabajo?
En su primer día de trabajo, precisamente, se hizo evidente su problema. Su puesto de trabajo, en la pequeña empresa de velas, yacía en las bodegas del despacho de los pedidos. Ahí, en medio de las cajas y el centenar de velas, se encontraba su escritorio con la respectiva silla y computador. Óscar recibía las solicitudes de pedidos vía correo electrónico, llenaba las bases de datos, y las comunicaba de inmediato al despachador. Esto suponía, necesariamente, una demanda incesante de tiempo al frente de la pantalla. Al llegar y ser presentado con su compañero de bodega, sabía que un gran reto le esperaría en el contexto de su trabajo:
- Mucho gusto, Óscar.
- Hombre mucho gusto, Felipe.
- ¿Cómo va todo? ¿Qué tal el trabajo?
- Bien, muy bueno gracias a Dios. Acá es muy entretenido, todo el día hay trabajo.
- Yo que pa´ estar sentado… pero bueno, ahí le camellamos.
- No pasa nada, uno sale y da vuelticas por ahí. Tu trabajo también te exige estar activo, a veces ayudarme a despachar…
- Que bueno eso, ya nos iremos acostumbrando.
- Hombre bienvenido, vení te muestro la bodega.
- Mil gracias Felipe.
No hay dudas que habituarse es un proceso complejo que requiere más que voluntad: implica tiempo. Los cuerpos urbanos en el contexto laboral, la mayoría de veces, exigen anclaje, mantenernos sentados. ¿Por qué esperar entonces que estos jóvenes se acostumbren a esta dinámica tan rápido cuando vivieron toda su vida inmersos en el movimiento y la deslocalización, a estar alertas? ¿Por qué dar por hecho que la reintegración se limita a aceptarnos los unos a los otros? ¿Por qué asumimos que el problema de la reintegración laboral se resuelve consiguiéndole trabajo a los desmovilizados? Hay una multiplicidad de variables cotidianas, como lo mencioné en la primera parte de esta entrega, que se deben considerar y que pasan, por ejemplo, por la moral laboral, el tiempo, las relaciones laborales, la incidencia de los antecedentes penales, el género y, por supuesto, la rutinización y domesticación urbana del cuerpo.
Óscar y María siguen viviendo en Cali. El proceso ha sido duro, sin dudas, pero el cuerpo con el tiempo responde. Será cotidiano que algunos de ellos no se sienten en el transporte público, o les tome tiempo habituarse, y ello no debe generar suspicacias. ¿Qué vamos a pensar cuando veamos que los congresistas desmovilizados no están en sus sillas? Nunca hay que dar, literalmente, nada por “sentado”.